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Sabiduría y humildad, como niños recién nacidos

Catedrático de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada. Escritor y articulista.

José Antonio Hernández Guerrero | 25 de diciembre de 2016

sabiduria

La conmemoración del nacimiento de Jesús de Nazaret podría servirnos de ejemplar ilustración de la relación estrecha que existe entre la sabiduría y la humildad: una conclusión a la que, recientemente ha llegado el análisis de encuestas realizadas entre los profesionales dedicados al estudio y a la enseñanza por un equipo de psicólogos sociales de la Universidad de Cornell, en Nueva York, Estados Unidos. Estos resultados coinciden con la impresión que recibimos los ciudadanos que, aunque no somos expertos en las indagaciones sociológicas, también tenemos la impresión de que la aparente seguridad de algunas personas tiene su origen en una peligrosa sobrevaloración de sí mismas y en la excesiva valoración de sus limitados conocimientos.

A veces tenemos la impresión de que, cuanto más incompetente es una persona, más segura se encuentra de sus decisiones y, por el contrario, cuanto más competente es, más insegura y más modesta se muestra. Los más ineptos suelen ser también quienes mayor dificultad poseen para reconocer su propia incapacidad. No deberíamos extrañarnos demasiado si tenemos en cuenta que, desde Sócrates, los verdaderamente sabios nos vienen repitiendo que la sabiduría consiste en la progresiva toma de conciencia de su radical ignorancia. 

Estos estudios revelan también que los torpes se esfuerzan, frecuentemente de manera compulsiva, en acumular información para así compensar sus desequilibrios y ocultar sus carencias de inteligencia. Están convencidos de que, colmando la despensa de la memoria con datos, con números, con fechas y con nombres, disimulan su ineptitud para digerir y para asimilar los alimentos intelectuales. Los conocimientos por sí solos no les aprovechan ni aumentan su tamaño humano, no los hacen más conscientes, ni más críticos; no les descubren sus propios límites, ni el sentido de la realidad ni el valor del espacio o del tiempo  y, sobre todo, no les revelan sus inmensas ignorancias.

Algunos están convencidos de que, porque se empacharon de lecturas en su adolescencia, ya tienen alimento asegurado en su vejez. El día en el que lleguemos a la conclusión de que ya no nos queda nada por aprender, es porque alguna enfermedad mortal está aniquilando nuestra capacidad mental. Según afirma la doctora Kruger, “los incompetentes sufren un doble agravio: no sólo llegan a conclusiones erróneas y toman decisiones desafortunadas, sino que su incompetencia les impide darse cuenta de su incompetencia”.